A sus 26 años,
Thomas Müller sabe lo que es ganar competiciones. Bota de Oro en Sudáfrica
2010, campeón del mundo en Brasil, de varias ligas y copas alemanas, de la Liga
de Campeones, le falta un triunfo en la Eurocopa y a dicha tarea se consagrará
a partir del próximo domingo con su selección.
Es uno de los
hombres públicos que goza de mayor aceptación en su país. A ello contribuye no
sólo su indiscutible calidad deportiva. También su particular idiosincrasia. No
hay más que ver la sonrisa de cuantos lo entrevistan. Müller es extravertido,
simpático, bromista. No llega al histrionismo del legendario guardameta del
Bayern de Múnich, Sepp Maier, pero tampoco se queda lejos. En ningún estadio lo
reciben con pitadas. Buen compañero, buena persona, tipo popular, la suya es
una de las caras más amables de la actual Alemania. Lo saben bien las agencias publicitarias.
Müller (Molinero, en traducción literal) actúa con frecuencia en los anuncios
de televisión.
Ahora mismo,
su valor en el mercado (75 millones) sobrepasa el de todos sus compañeros de la
selección alemana, incluido el de jugadores con una mayor proyección
internacional, como Özil y Toni Kroos. Sin embargo, cuesta imaginarse a Thomas Müller
en un campeonato liguero distinto de la Bundesliga. Müller es cien por ciento
bávaro. Forma parte de la cuota de canteranos que el Bayern suele combinar con
estrellas extranjeras o procedentes de otros equipos alemanes. De este modo, la
dirección deportiva del equipo muniqués procura preservar cierta personalidad
propia, al tiempo que ofrece a su afición figuras sin mácula de mercenarias con
las que identificarse.
Los
especialistas difieren a la hora de definir el estilo de juego de Thomas Müller.
Atacante por el centro o por los extremos, a primera vista parece patoso,
descoyuntado, sin centro de gravedad. Lo mismo da un pase decisivo o mete un gol
con el hombro que con la pantorrilla o la oreja. Tiene esa infrecuente
habilidad de hacer que el balón, por muy embarullado que sea el lance del
juego, vaya a donde está él, que además es todo lo contrario de un atacante
estático. Sus extraños goles han generado un neologismo en lengua alemana: müllern, que podríamos traducir como “molinear”.
Más de una vez el Bayern de Múnich, jugando mal, se ha llevado los tres puntos
por un molineo de última hora.
Müller es
imprescindible. Ya lo dijo Van Gaal, su descubridor, cuando entrenaba al
Bayern: “Müller juega siempre.” Su mera presencia en el campo supone para sus
compañeros la garantía de que nada puede fallar, de que todo está bajo control.
En el partido de ida de semifinales de Liga de Campeones de este año contra el
Atlético de Madrid, Guardiola prescindió del talismán. El equipo, mentalmente,
no funcionó. Cuando sacó al jugador, ya era tarde. Al día siguiente, la prensa
alemana, no sólo la bávara, puso al entrenador literalmente a parir. También en
la selección nacional, Müller es indiscutible. Un líder sin brazalete de
capitán.
A él le
corresponde lanzar los penaltis en el Bayern y en la selección. Su técnica
merecería figurar en los manuales de la especialidad. Tras colocar el balón
sobre el círculo de cal, ya no lo mira. A menudo amaga un paso en falso para
averiguar hacia dónde se va a tirar el portero y después le da al balón sin
apartar la mirada de la portería. Celebra los goles apretando los puños,
abriendo la boca de par en par y pisando la hierba con fuerza. Esta imagen lo
define. Es la del hombre sin pose de divo, que, pese al triunfo, mantiene los
pies en el suelo.
(Este artículo lo publiqué el jueves 9 de junio en El Mundo. Ignoro quién es el autor de la excelente caricatura del futbolista.)